Cuando murió, King había pronunciado 2 mil 500 discursos, ganado el Premio Nobel de la Paz, encendido el alma de millones de americanos y denunciado la injusticia de un siglo injusto en piezas maestras de la oratoria / Foto Internet
Martin Luther King es eterno
A 50 años del asesinato del líder negro en un hotel de Memphis, su recuerdo está más vivo que nunca
El País
Washington.- Hay quien piensa que Martin Luther King murió el 4 de abril de 1968 de un tiro en la garganta. Pero es más exacto decir que lo mató la lluvia. Esa agua tenaz que a veces cae en Memphis (Tennessee) y que estuvo en el origen de la huelga de basureros negros que el reverendo había decidido apoyar. El conflicto era un caso más de la brecha racial que dividía a Estados Unidos. Los días de tormenta se suspendía la recogida de basuras en la ciudad. Algo anodino excepto por el hecho de que los trabajadores blancos cobraban esas horas, y los negros, no.
La flagrante discriminación había desatado una ola de protestas y un joven afroamericano ya había sido asesinado. King, temiendo el baño de sangre, acudió a defender a los suyos. Como tantas otras veces, iba a ponerse al frente de la manifestación y a quebrar mediante la desobediencia civil a sus adversarios. En preparación para la jornada, se había alojado en el pequeño Motel Lorraine. Primer piso, habitación 306. Relajado, se disponía a cenar con un grupo de amigos, cuando al asomarse al balcón el disparo de un rifle Remington-Peters le atravesó el cuello. Eran las 18.01 y la humanidad acababa de perder a un hombre justo.
Cien años de discursos que pusieron voz al cambio
Cuando murió, King ya era eterno. Había pronunciado 2.500 discursos, ganado el Premio Nobel de la Paz, encendido el alma de millones de americanos y denunciado la injusticia de un siglo injusto en piezas maestras de la oratoria. Él mismo, con 39 años, intuía que no le quedaba sitio en este mundo. La noche anterior, en su último sermón, el reverendo había dado a sus palabras un tono profético. Citando el Deuteronomio, habló de la proximidad de su fin y de la posibilidad de morir a manos de un “hermano blanco enfermo”.
“No sé qué ocurrirá ahora. Tenemos días difíciles frente a nosotros […] Como a todos, me gustaría tener una vida larga. […] Pero eso ahora no me preocupa. Solo quiero cumplir la voluntad de Dios. Y él me ha permitido subir a la cima de la montaña. Y desde ahí he visto la tierra prometida. Puede que no llegué a ella con vosotros. Pero quiero que esta noche sepáis que nosotros, como pueblo, alcanzaremos la tierra prometida. Y estoy feliz por ello. Nada me preocupa. No temo a ningún hombre…”, clamó en el Templo Obrero de Memphis.
Quien así hablaba era mucho más que un predicador. En sus días finales, Martin Luther King no representaba solo la emergencia de una conciencia racial. Su pulso iba más allá de las manifestaciones; su estrategia desbordaba al adversario por los flancos. En Memphis había llamado al boicot contra Coca-Cola y los principales fabricantes de pan y leche; también había pedido a la población que retirase los fondos de todos los grandes bancos (excepto el Tri-State Bank). “Su lucha no era solo por los derechos civiles, sino por los derechos humanos, defendía principios fundamentales y quería materializarlos”, señala Clayborne Carson profesor de la Universidad de Stanford y director del Instituto de Investigación y Educación Martin Luther King.
La fuerza que desplegaba en cada golpe le hacía un enemigo temible. Y su orientación ideológica, aunque tachada de pactista por los más radicales, multiplicaba los temores del Estado profundo. Su rechazo a la Guerra de Vietnam le había granjeado el odio de los militares; su combate contra la desigualdad, le habían vuelto objetivo prioritario del director del FBI, John Edgar Hoover, y sus inquisidores. Le espiaban, le enlodaban con informes falsos, entre ellos de supuestas orgías, y buscaban bajo las alfombras cualquier resquicio para acusarle de comunista.
“King era visto como un revolucionario, porque pedía un ingreso anual garantizado para todos los estadounidenses y un trabajo pagado con fondos públicos para quien lo quisiera. Era además un crítico contumaz del imperialismo americano y propugnaba una reconstrucción radical de la sociedad. Pero también era un patriota, criticaba a su país porque lo quería”, explica el historiador Jason Sokol, autor de Los cielos pueden romperse: la muerte y el legado de Martin Luther King (editorial Basic Books). Bajo esta presión, creció el miedo a un atentado. El reverendo, como demuestra su último discurso, era consciente de la amenaza. Todos sabían que corría peligro y nadie hizo nada para protegerlo. Quizá esa sea la clave de su muerte más que cualquier teoría conspirativa.
La sentencia y las revisiones oficiales posteriores sostienen que el asesino fue James Earl Ray. Un prófugo, pendenciero y borracho, que había encadenado una vida de asaltos de poca monta. Hijo del aluvión, este ejemplar de la denominada basura blanca, apretó el gatillo y lanzó su carga de odio racial con una precisión que aún sobrecoge. Desde un baño situado frente al balcón del Motel Lorraine, la bala impactó en la mandíbula derecha de Martin Luther King, atravesó su médula espinal y quedó alojada para siempre en las entrañas de América.
“Con King, aprendimos que los grandes cambios son disruptivos. Fue capaz de paralizar ciudades enteras y mantenerse firme hasta lograr que se hiciese justicia”, recuerda el historiador Sokol.
Cometido el crimen, Ray, de 40 años, huyó al extranjero y no fue detenido hasta el 8 de junio en el aeropuerto londinense de Heathrow. De vuelta a EU, se declaró culpable (lo que le evitó la pena de muerte) y una vez sentenciado a cadena perpetua se desdijo y defendió una teoría conspirativa en la que él figuraba como un mero chivo expiatorio.
Aunque las dudas nunca se han apagado, las comisiones que han revisado el caso han confirmado que Ray fue el único asesino. “Esa es la respuesta lógica. Pero la verdadera pregunta es por qué no le protegieron quienes sabían que estaba amenazado. ¿Qué hizo el FBI, la inteligencia militar y la policía local? A estas alturas no hay respuesta y la conspiración, como en el asesinato del presidente John F. Kennedy, durará para siempre. Es más fácil introducir la duda que eliminarla”, explica el profesor Clayborne Carson.
Muerto King, Estados Unidos sufrió una de sus mayores convulsiones. En un país que en pocos años había visto morir a balazos a Kennedy y al líder radical negro Malcolm X, el magnicidio desató una cólera incontenible. En el vendaval fallecieron 43 personas, 3.500 resultaron heridas y 27.000 fueron arrestadas. Como remate, dos meses después cayó asesinado el aspirante presidencial Robert Kennedy. Fue el epitafio a una época turbulenta. La década en que Estados Unidos había mostrado su esplendor al mundo y hollado la Luna se cerró con la constatación de que no era capaz de librarse de sus tinieblas. De que incluso los días de sol, la lluvia seguía cayendo.
«Necesitamos un líder, da igual que sea blanco o negro»
Cincuenta años después, el disparo que mató a Martin Luther King aún resuena en los oídos de América. Se han sucedido guerras y presidentes, epidemias y prodigios, pero la cuestión racial permanece abierta. Quien nace negro tiene el doble de riesgo de caer en la pobreza que un blanco. Y su vida será, en la mayoría de los casos, más difícil. Los afroamericanos sufren tres veces más expulsiones y suspensos escolares, su ingreso medio familiar representa la mitad y, siendo solo el 13% de la población, registran el 40% de detenciones por drogas. La discriminación es flagrante y, según un estudio del Pew Research Center, el 61% de la población (88% en el caso de los negros, 55% en el de los blancos) admite que aún falta camino para llegar a la igualdad.
En esa senda imperfecta, ni siquiera el haber tenido un presidente negro ha sido suficiente. Barack Obama representó la culminación de un sueño, pero no el fin de la historia. Los crímenes raciales siguen, la guerra de símbolos florece y Donald Trump, con su terrible equidistancia en el crimen de Charlottesville, se ha mostrado incapaz de apagar el odio.
“El poder simbólico de la presidencia de Obama y la demostración de que ser blanco no bastaba para evitar que los criados ocupasen el castillo atacó las más enraizadas nociones del supremacismo blanco e instaló el miedo en sus defensores. Y fue este miedo el que dio a Donald Trump los símbolos que le hicieron presidente”, ha escrito el pensador afroamericano Ta-Nehisi Coates.
Trump, reconocen los expertos, forma parte del reto al que se enfrenta la comunidad negra. El republicano solo cosechó el 8% del voto afroamericano y esta fractura emerge allá donde se pregunte.
“Más que racista, Trump es un ignorante, un tipo de una época anterior a Martin Luther King”, explica Christine, afroamericana de 38 años. Es un viernes gélido de finales de marzo. Y Christine, secretaria y madre de una criatura de 7 años, ha venido a visitar el monumento a King en Washington. No está sola. El aire corta, pero el lugar está repleto de gente. Blancos y negros. “Mire, los abusos son constantes y nos faltan líderes. Da igual la raza que tengan, pero se necesita a alguien con altura suficiente para poner fin a la discriminación”, explica Lia, de 23 años, mientras toma imágenes de la estatua. Un bloque de granito blanco del que emerge un Martin Luther King de mirada desafiante y brazos cruzados. Como siempre, listo para la lucha.